Ausente


 
Obvié hacer comentario alguno. Petrificada frente al lecho, sumisa en su naturaleza débil y deslumbrante a la vez mece en leve susurro mi sueño nocturno. Sus afligidos ojos bañados en un mar de llantos junto con los surcos nacientes por la erosión lagrimal la hacen más vieja de lo que aparenta. Es una muchacha, de su juventud bebe mi vida y la hace suya hasta que quiera. Su rostro es soberbio, la forma ovalada más perfecta conocida y diana de todos mis roces y caricias. La amo… Te amo. Expulsada del círculo de la felicidad, condenada sin merecerlo, inocente, su resistencia hacia lo que quiere hace que sea un opuesto férreo a cualquier adversidad. No ganas nada vida mía, estúpida niña que cree comerse el mundo de los sueños y cree también hacerlo en el paralelo de la realidad. ¡Despierta! El leve susurro del zumbido de la máquina que llevo conectado a mi cuerpo me impide articular palabra, párrafos sutiles de una intensidad digna de una heroína. Añoro secretearte todo lo que siento, bisbisear a tu oído aquellos sentimientos que hicieron florecer todo nuestro amor. Te quiero y te necesito. Así como lo oyes, directas y amargas. Rudas, opacas. Quisiera bucear por tu mente, empaparme de aquello que cristaliza tus ojos, y al mirarte y ver que en cada parpadeo renacen dos lagrimas que mueren en tus labios, el mundo se detiene, el orbe se convierte en una insignificancia y aupado al olimpo de la desesperación me levanto e intento abrazarte, absorber todo tu dolor, consumirlo y devorarlo. El grito ahogado de tu silencio ensordece mi mundo extinto y la pena que he de pagar es absolutamente fantasmal. Los contritos de este inframundo que los más escépticos reniegan son fantasmagóricos e irreales. Un submundo bidimensional que vive equidistante al vital, alcanzas a olerlo, a verlo, a sentirlo, pero del que es vetado tocarlo. Observo mi cuerpo yacente en un lecho de sábanas blancas ribeteadas con el anagrama hospitalario, me observo inerme, impregnado de un scalextric de tubos transparentes, de cien ríos que mueren en un mar marchito y lóbrego, velado y sin vida. Pongo cerco a tu figura, te arrullo y mis brazos, etéreas formas aireadas, impotentes representaciones muertas, no aportan un mínimo de calor a mi sentimiento sobreprotector. Despiertas sobrecogida, acurrucada notas una brisa de aire fresco que proviene de ningún lado, todo está cerrado ¡qué extraño! Frío, helado. Atónita te levantas y te abrigas, te diriges a la ventana en un día cuya neblina ciega cualquier visión exterior. Te miro sobrecogido, estoy aterrado. De espaldas, tu figura recrea el cuadro de aquella mujer mirando por la ventana, solitaria y pensativa. Apoyada la frente en la cristalera parpadeas lentamente y tus ojos miran un más allá desconocido por todos. Ausente. Ninguno de los dos se ha dado cuenta que la representación gráfica del electrocardiograma marca una línea horizontal continua, verde, asociada a un leve pitido incesante. Mi corazón ha dejado de latir y cuando nuestras miradas se cruzan avanzo hacia ti, necesito abrazarte fuerte. Extiendo los brazos esperando tu unión, ahogas un grito de dolor cuando consciente te das cuenta de mi destino, la mueca de la cara te transforma en alguien desesperado y enajenada de todo lo que te rodea avanzas sin verme, me traspasas y gritas poseída el nombre de aquellos que han cuidado de mí, sin saber que ya nadie podrá rescatarme de donde habitaré por toda la eternidad. Todo se vuelve oscuro, el zoom de tu imagen se difumina alejándome poco a poco, casi no alcanzo a verte, ni siquiera oírte. ¿Es esto la muerte? ¿Ser consciente en un cuerpo extinto? ¡Oh Dios, violento final en el camino de la vida! ¡Amadísima mía!
Permaneces fuertemente abrazada a mi yacente figura, postrada en seductora genuflexión esperas al servicio médico en intensa angustia. En el otro lado continúo inmóvil, cerca, muy cerca de ti. Te observo. Tu brazo derecho extendido acuna mi mejilla. El destino me ha regalado un tiempo de espera, ¡cómo no lagrimear sabiendo que es la última vez que te voy a ver, que será nuestra última vez! Nunca creí que los espíritus pudieran llorar, y antes de convertirme en un algo incorpóreo, metafísico y sobrenatural dos lágrimas emergen de mis ojos, dos lágrimas que descienden vertiginosamente yendo a morir a tu mano. Alzas la mirada y extrañada ves el surco de agua que se ha depositado en el reverso de la palma, elevas la vista sin ver nada, solo pared. No hay ninguna humedad, nada que haga pensar de donde procede. Para mí ha sido un regalo del destino, un obsequio universal de vida, pues tus ojos se han posado en los míos en ese microsegundo de tiempo sin saber que permanecerán como recuerdo imborrable para el resto de la eternidad. De mi eternidad.

Francisco Lavín Pérez-Stauder.

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