Ciego


Apoyado en la baranda de la propia memoria y con mirada huidiza de cuanto habita alrededor observo desde la acrópolis de mi vida los recuerdos del transcurso de la tuya. Ha sido de lo más desolador, barrido del círculo de la virtud he osado profanar e infamar tu propia existencia. He arrojado por el desagüe todo boceto tuyo, te baje del pedestal otorgado únicamente a los más grandes y te aborrecí como nadie nunca jamás ha odiado. No me he querido casar, no me preguntes porqué. El motivo estaba claro… tú. No dudo que acaricié la idea alguna que otra vez, los romances han sido variados y ellas no tuvieron la culpa de que mis verdaderos deseos de amar estuvieran copados desde hacía mucho tiempo. Moría por quererte y por amarte hubiera dado mi vida. Mi vida entera. Recuerdo aquellos años de unión física y sentimental. Lo recuerdo todo como si hubiera ocurrido ayer, u hoy mismo, y la realidad plasmada en el reflejo del espejo me demuestra que han transcurrido muchos años desde que… Las arrugas en mi rostro de hombre maduro invitan a pensar en ello. Pero mi alma, condición humana de lo que siento, calcinada por los miles de pensamientos que sobre ti bombardean mi mente día tras día, demuestran cara a mis ojos cansados y acuosos que sigo siendo aquel joven soñador que decidió despedirse de su propia savia para pernoctar eternamente en el nido de la tuya.

Ocurrió una fría mañana de febrero, creo recordar que era a primeros de mes. Como cada madrugada desde hace diez años he asumido por costumbre después del obligado café en el “Reginas Bar” dar una vuelta alrededor del parque que circunda el barrio. Es un edén sombrío y solitario, bonito, ya que su follaje es mimado con ternura y celo por un viejo jardinero tan apagado y gris como él. Con la cabeza gacha por el intenso frío y las manos acurrucadas en el interior del gabán camino despacio, perdido, taciturno y arrobado por pensamientos e ilusiones baldías de zagal enamorado. Que ingenuo a mis casi cincuenta años. Te amo. No recuerdo un solo día que no te haya visualizado, como no recuerdo una sola noche que tu visión no haya acunado en nana infantil mi sueño nocturno. En eso he sido fiel a mí mismo, una fidelidad tonta pero que ha alimentado con cada amanecer la quimera de abrazarte por una sola vez. Te echo tanto de menos… Supe de tu boda por los amigos, ahora ya no tanto desde que renegué de ellos y huí a posiciones de hombre reñido con el mundo. No quise saber nada de nadie. Y ya nadie quiso saber nada de mí. Como ves, mi vida después que te fuiste de mi lado no ha vuelto a ser igual. Apenas he vuelto a sonreír, y aun te oigo susurrarme al oído aquella frase después de cada beso: “Tienes una boca preciosa…” dibujando en tu rostro una pincelada de alegría que roía mi corazón de pura felicidad. O la forma de entrelazar mi mano a la tuya rodeando con mi dedo índice y corazón tu meñique. Incluso en las rarezas de mis actos te veías recompensada con creces. No he amado igual a nadie en toda mi vida, supe transmitírtelo, supiste alcanzarlo y me lo devolviste multiplicado por dos, o por mil. Hay un oscuro vacio que ennegrece todo lo que veo, que tiñe de amargo sabor aquello que toco y que entinta de tristeza mis baldías y estériles ilusiones. Aquella mañana creí morir. Mis ojos no dieron crédito y me quedé paralizado. Lo supe al momento, incluso transcurridos diez años de anhelo. Supe al instante que eras tú ¿pero cómo? Te fuiste a vivir muy lejos de la tierra que te vio nacer y desapareciste tan rápido de mi vida como el relámpago que en segundos hace resplandecer la noche para ensombrecerla un instante después. No aparté un segundo mi vista de ti y al igual que en secuencia a cámara lenta, escruté con todo detalle tu cara, tus ojos, tu pelo, eras un todo en uno, eras esa porción de felicidad incompleta de mi ser. El mundo se volvió hueco, su color se volvió negro dando si cabe más relieve a tu perfil ¡Dios mío como te amaba! Poseído con la vehemencia que nace de la pasión no caí en la cuenta que ibas del brazo de una señora mayor, pero que me importaba a mí todo lo que no fueras tú. Nada. Pare de andar, el corazón multiplicó sus pulsaciones a un ritmo frenético y los nervios hicieron que gotas de sudor recorrieran mis entrañas. Me sentí desnudo ante ti. Me viste vida mía, tus ojos, tus hermosos ojos me miraban a mí. ¡Solo a mí! Aún me recordabas, lo sabía, sabía que me amabas ¡sí!, ¡sí!, ¡sí! no pude pronunciar tu nombre, quise hacerlo pero no pude. Otro paso más y otro y otro…

Tumbado en la cama de mi cuarto a unas horas en las que debería dormir plácidamente y postrada en la palma de mi mano la última foto que poseo de ti, medito que hacer con ella. Todo lo demás lo he destruido como se extermina lo que deseas borrar para siempre. Fuiste un error, te odio. Han pasado exactamente doce años desde que te vi por última vez cerca de la arboleda del parque. Han pasado tres años de mi ingreso en el psiquiátrico y cinco desde que me infectaron a pastillas para según criterio médico anular mis ideas suicidas. Ilusos. ¿Es que los muy imbéciles no saben que el odio extremo es la mejor medicina contra el suicidio, contra la muerte? Te odio. Te condeno y maldigo… abomino de ti. Me he vuelto loco. Majareta por incomprendido, por no entender cómo pudiste, cómo tuviste la osadía de no decir nada, de ignorarme hasta quebrar mi noble naturaleza, de hundirme en el fango más negro y podrido que pueda existir. Pasaste de largo agarrada a esa vieja, agarrada a ese brazo enfermizo y débil, pasaste de largo sin apartar un solo segundo tus ojos de los míos. Recuerdo que eche un vistazo al suelo, me giré y te miré hasta que tu figura se perdió entre cualquier calle. En ese mismo instante… Enloquecí.

Son las once y diecisiete minutos, una celadora de cara malhumorada me llama para que acuda a recoger una carta. Aquí los protocolos son estrictos. Las cartas están prohibidas con la única excepción de los que estamos en el bloque verde, antesala de la semilibertad dirigida, donde se nos permite recibir una carta mensual que no exceda de medio folio. ¿Pero quién podría escribirme a mí? Firmo el correspondiente recibí, la enfermera abre la carta en mi presencia, la inspecciona y descubre en su interior medio folio escrito y una especie de chapa escrita en Braille. Me da su visto bueno y me la entrega. Se ríe. Nunca he entendido este humor de esta mal follada, que asco la tengo.
La carta dice así: “Hola, Me he quedado de piedra cuando el destino por partida doble anuncia una noticia que no esperas. Soy Juan, ¿Te acuerdas de mí, verdad? Amigo de la infancia, compañero de facultad y ex amigo. No te culpo por ello, aquí la vida cada uno la lee como quiere. Siempre has sido un buen tipo y me he creído en la obligación de contarte algo que sin duda para ti es importante. De hecho creo que es lo único importante. No sabía que estabas aquí en… perdona, en tratamiento. Como me he enterado no tiene importancia, solo espero y deseo que estés bien. Escúchame bien. Hace doce años ella vino a la ciudad con su madre, el motivo ni lo sé ni creo que nos importe a los dos. Solo que la vi tomando un café. Al principio dudé pero luego supe que era ella. Estaba sola porque la madre había acudido a un recado. Estoy nervioso tengo poco espacio y… bueno, el hecho es que me senté a su lado y me reconoció, lloró amargamente y me preguntó por ti. Es ciega. Perdió la visión en un accidente de tráfico y a su marido. No quiso hablar mucho, solo me preguntaba por ti. Le conté la verdad, le explique que no sabíamos de ti en mucho tiempo, que emigraste del mundo y rehuiste de tus amigos. Pero ella, ¡joder! Ella me dijo que te amaba, y que le perdonaras. Que solamente te ha querido a ti, que durante toda su vida solo te amo a ti. ¿Lo entiendes? ¡Vino a verte! También me dio esta plaquita epigrafiada en braille. Contiene dos palabras. Te Quiero. Tenía la obligación de contártelo. Las normas del Centro no me dan opción a más.

PD: Todos cometemos errores y todos son perdonables. Con cariño… Juan.”

Está estrictamente vedado subir solos a los cuartos. Después de leerla varias veces decidí contravenir la ordenanza interna, severamente castigada y subí a mi habitación. Cerré la puerta, la atranqué con una silla y me asomé a la ventana. Apoyado en la baranda de la propia memoria y con mirada huidiza de cuanto habita alrededor observo desde la acrópolis de mi vida los recuerdos del transcurso de la tuya. Nunca he llorado tanto y nunca me he sentido tan miserable. ¿Cómo pude ser tan ciego? Mi dulce y amada… perdóname. Perdóname. Qué alegría que las ventanas del modulo verde no estén enrejadas, ya no tengo odio, solo guardo paz. Es inútil obstruir la puerta, a estas horas no va a subir nadie a verme, ni nadie se va a acordar de mí. Nadie me echará de menos, y nadie ocupará mi lugar. Vuelvo sobre mis pasos y recojo la silla de la puerta, con paso lento y firme la deposito al lado de la ventana.

Estoy tranquilo, como en una especie de duerme vela, un sueño infinito que transcurre a mi lado. La visión es difusa. Solo oigo espantosos ruidos de gente que grita como enloquecida por algo que intuyo es grave. Suenan las sirenas de lo que parecen ambulancias y facultativos pidiendo paso. Escucho también a Pedro “Napoleón” lo llamamos así porque siempre lleva la palma de la mano derecha metida en el interior de la camisa y vuelta hacia el pecho. Anuncia unas salvas por la muerte de alguien. Personal de seguridad le empuja y lo trastabilla hacia el fondo del pasillo. Me quedo petrificado, ahora lo veo todo claro. Un paciente se ha tirado del cuarto piso del modulo verde, tiene la cabeza reventada… con mucha sangre, no lo reconozco. Nadie se ha fijado en la plaquita de metal cerca de su mano derecha, nadie tampoco se ha fijado en la foto de una chica joven y sonriente justo al lado de la chapa metálica. Ni la carta que vuela en medio de la ventisca y que se ha posado cerca de la rama del árbol sin hojas. No alcanzo a ver lo que pone excepto la última frase de la misma. Creo que dice: “Todos cometemos errores y todos son perdonables.”

Francisco Lavín Pérez-Stauder.

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